Augusto Medina miraba con atención el rostro apacible de su padre, quien estaba sentado en el comedor junto a su hermana y su madrastra. Estaban consternados por no sé qué cosas, y eso llamó la atención del joven médico.
—Sé que debes estar molesto. No pude pasar por la farmacia para traerte el remedio para la gastritis, ni las pastillas para la migraña de Cristina. Ya sé, me vas a decir que de esas cosas tan importantes no me puedo olvidar, pero hoy tuve un día muy complicado. No es fácil trabajar en un hospital público. Muchos pacientes llegaron para que los atendieran por emergencia… No te imaginas… Una pobre anciana llegó con una pierna rota y no tenía buena apariencia. Entró al quirófano; se hizo lo que se pudo, y nada. Tuvimos que amputársela. Eso fue traumático. ¿Te imaginas? Salir de tu casa, ir por la calle, muy tranquilo y que después no te acuerdes de nada… ¡Qué doloroso! El impacto debió haber sido muy fuerte para que la pierna le quedara destruida. Se ven cosas terribles en ese lugar. Me asusta —dijo Augusto, mientras lo miraba a los ojos; intentaba descubrir lo que su padre estaba pensando.
Prosiguió:
—Creerás que estoy mintiendo, cuando te digo las cosas que se ven allí. Por momentos, me gusta. Me agrada ayudar a las personas que lo necesitan, pero hay situaciones en las que las cosas se salen de control. ¿Qué le vamos a hacer? Puede ser que hayas tenido un día medio complicado también, y lo imagino: tener que soportar a la víbora que tienes por mujer no debe ser nada fácil. La gastritis es incómoda, pero no es algo para temer. Dijo el médico que no andes fumando y que le aflojes al café.
Apenas terminó la cena, pidió permiso a los presentes y se retiró. No permitía que las ráfagas grisáceas de su mente lo invadieran; buscaba de forma inmediata los medicamentos que el doctor le había recetado. Bien guardado tenía el secreto de que visitaba a un especialista para tratar esas dolencias que todavía no podía identificar y que solo estaban en su cabeza. Amaba —por sobre todo— la soledad. Era un poco extravagante en cuanto a distracciones: su padre le había prohibido en innumerables ocasiones que jugara con animales yertos y disecados, pero esos detalles los omitía.
Era un hombre que había aprendido lo mejor de la facultad, y por eso le hicieron firmar un contrato de tiempo indefinido para trabajar en el hospital. ¿Qué más podía pedir? Para ser un joven todavía, tenía la dicha de tener un trabajo digno, que le permitía darse gustos que muchos de sus contemporáneos envidiaban.
Al principio eso le resultó satisfactorio; después todo cambió. La tarea de cuidar enfermos, tratar sus dolencias y muchas veces verlos morir no fue para nada agradable. Buscaba la manera de salvarlos, y se dio cuenta de que la muerte le ganaba la batalla. Eso, en un corto recorrido, devastó su sensibilidad. Se acostumbró a sentir ese aire gélido y mortecino que solo llega cuando un espíritu deja el cuerpo y él, allí, sin poder hacer nada más que declararse vencido. Se dejó entrever que el único mundo que lo hacía feliz era el suyo; él inventó una forma alterna de distracción, un método para que nadie lo abandonara.
—No te preocupes, Augusto. Ya la gastritis ha dejado de molestarme desde hace tiempo. Tienes que relajarte un poco, hijo mío. La profesión que elegiste te está acabando. Lo veo. Tienes unas ojeras del tamaño del mundo… Hay situaciones que solo los padres podemos notar. No veo que salgas con tus amigos y te diviertas. Eso es lo que mata, lo que gasta el espíritu. Mucho trabajo, ¿y para qué? No creas que el dinero es algo indispensable; eso no es así. Te aconsejé que siguieras el camino de la medicina porque creí que era necesario; los tiempos se han puesto más difíciles de lo que creemos. Un médico puede salvar vidas, si aquello está en sus manos. Ya has hecho demasiado. ¿Me oyes? Siempre actúas como si no te importáramos. Eso no puede ser posible. Tienes que enfocarte, hacer algo que quite esa tensión que te produce el trabajo.
Antes de ir a su cuarto y después de haber pedido permiso para levantarse de la mesa, prendió un quemador de la cocina y puso a calentar una tetera con agua. Estaba bien acostumbrado a ponerse paños calientes alrededor del cuello para desinflamar los músculos y mitigar el dolor. Es cierto. Hablaba poco (lo indispensable) y trataba en lo posible de comunicar lo necesario a los pacientes, que siempre esperaban una palabra de aliento. Como médico, era un excelente y envidiable profesional. Tuvo intensas conversaciones con la parca —desde que se graduó— y desde allí, intentaba, por los medios que fueran necesarios, que las personas que él atendía no le demostraran afecto: le gustaba mantenerse distanciado de aquello que podía parecerle emotivo.
—Papá, Augusto no es un chico normal. Deja su cuarto bien cerrado y no puedo entrar a limpiarlo. No te lo he contado porque no creo que sea algo a lo que debería darle demasiada importancia. Siempre me permitía entrar, y hasta dejaba que ordenara sus cosas. Pero, de un momento a otro, puso cerrojo, y me es imposible abrir la puerta. ¿Podrías ver eso? ¡Habla con él! Y qué te puedo decir de Roberto: ha cambiado; no es el chico del que me enamoré. Apenas me habla. ¡Sí!… No me digas que son cosas de hombres. Sé bien que fue él quien hace dos días llegó a visitar a Augusto y que ni siquiera se atrevió a saludarme. Se dio cuenta de que estábamos sentados y nos ignoró totalmente. Recuerdo que se apagaron las luces y mi hermano le mencionó que había habido un corte eléctrico. Fue insólito, ¿no crees? Es raro que después de tanto tiempo pasen cosas extrañas. ¿Por qué permitiste eso? ¡Sí, claro! El insolente puede entrar a la casa, omitir el saludo y, además, quedarse, horas y horas, encerrado con Augusto. ¿Qué le pasa? Algo debe estar tramando con ese pillo de mi hermano, que ni siquiera me nombra. ¿No te parece extraño eso? Me olvidé de contarte que encontré el cable del teléfono roto; me da la impresión de que alguien lo cortó. Podríamos hacer algo para que las cosas vuelvan a ser las mismas de antes. Aquella muchacha que tenía de novia no ha venido más; me caía tan bien… Pero ¿qué podemos esperar por parte de mi hermano? Es un verdadero desastre. Las cosas no están bien con Augusto. Pasa demasiado tiempo en el sótano. Se queda haciendo experimentos raros. La última vez lo vi disecando algunos bichos. A mí me dan pavor. Deberías hablar con él.
Cuando regresó a la sala, ellos continuaban sentados, abstraídos con las cosas de su mundo. Él entendió que querían tener una conversación privada —ya que últimamente estaban distantes, casi extraños—, y no quiso molestar. Se despidió y se dispuso a dormir. Eso sí… la puerta de su cuarto quedó bien cerrada. No le gustaba que nadie lo molestara bajo ninguna circunstancia.
—Voy a tener que ir a trabajar en el sótano. Tengo que encontrar el momento exacto para hacerlo sin provocar demasiado ruido, para que mi padre no se dé cuenta. Este sábado no tendré guardia. Ese será el momento preciso. Mi familia estará más unida que nunca. Mi hermana ya no se sentirá tan sola… Le va a dar una alegría tremenda cuando lo vea, cuando se entere de que nunca la dejó de querer y por ello vino a buscarla. Me ha costado trabajo encontrar el maquillaje perfecto; estoy seguro de que esos detalles no serán de mayor importancia, pero, por las dudas, lo retocaré con una pintura que se asemeje a la piel, para que no se le note esta palidez tan parecida a la melancolía. Está tan enamorada la pobre.
Algo tenía la mirada de la madrastra que a él no le agradaba. Desde que era un niño la había odiado con el alma. Le deseaba la muerte.
—Este muchacho no está bien de la cabeza. Siempre me di cuenta de que no era una persona cuerda. Ahora se le da por dejarnos en este lugar, a oscuras, y no le importa nada. Pasa más horas en el sótano que aquí con nosotros. Han pasado más de dos años, y no nos dirige la palabra. Se hace el que nos escucha, pero nos ignora. ¿Crees que no me he dado cuenta? Me odia con todas sus fuerzas porque cree que suplanté a su madre, y no es así. Ese café que bebimos meses atrás tenía un sabor extraño; desde allí no hemos vuelto a ser los mismos… No quieres hablar de eso; tampoco te atreviste a confesarle quién era su madre realmente… ¿Le dijiste lo que pasó con ella? Hay cosas que no pueden ocultarse, Esteban. Como padre, debes saberlo… Te has dado cuenta de que la mayor parte del tiempo vivimos en penumbra; no hacemos otra cosa que estar aquí, sentados, duros de frío. Estamos oliendo mal. ¡No dices nada!
—No enfurezcas, mujer. Es joven todavía. No podemos acusarlo de indiferente. Creo que en algún punto de la vida perdió el rumbo. Si no fuera por él, no estaríamos tan bien como lo estamos ahora. Por lo menos, escuchamos el tránsito, los pájaros que cantan por la mañana; vemos la luz del día. ¿Eso te parece poco? No es necesario que te quejes. Sé que diste lo mejor para que Augusto te quisiera, pero no lo conseguiste. Es un ser demasiado orgulloso; le cuesta sentirse vencido, pusilánime. Sé que, en el fondo, tiene un corazón noble.
Se sentó a la mesa y los miró a todos; se sintió feliz de tenerlos a su lado, de saber que ellos nunca lo abandonarían. Preparó un café y dijo que les tenía una sorpresa, que tenían que mantener cerrados los ojos. Al cabo de unos minutos vino con Roberto; lo acomodó, como pudo, en una silla.
—Te dije, Cristina, que tu novio jamás te iba a abandonar. Nadie de mi familia puede quedar triste. Aquí lo tienes. No sé si me pasé de maquillaje, pero está sanito, dispuesto a quedarse con nosotros.
Ninguno se dirigió la palabra. De pronto, alguien tocó la puerta con gran desesperación. Augusto les pidió que no se alarmaran; su novia llegaba muy temprano a verlo, pero esa vez, ella también estaba en el sótano. Abrió despacio la puerta y de pronto sintió que una fuerza lo empujó y cayó al piso. La policía había llegado hasta su casa con un mandato judicial. El novio de Cristina les informó a sus padres que algo raro pasaba con esa familia, que iba a indagar y que daría parte a las autoridades si era necesario, pero no volvió más.
Entre ese cúmulo de gente que estaba fuera de la casa de Augusto, estaba la madre del joven. Cuando le pusieron los grilletes al médico, la mujer pudo entrar y lo que vio la dejó estupefacta: su hijo tomaba un café con los embalsamados.
Del libro inédito El intruso y otros cuentos